Esa noche, Ana se había empeñado en recoger las joyas y cuadros de valor del caserón de nuestra difunta Tía Felisa.
- ¡Vámonos! - Susurré histéricamente. - Las linternas nos delatarán...
- ¡Ya va! - Replicó Ana. - ¡Toma! Sujeta esta muñeca mientras cierro.
- Y... ¿esta muñeca? - Pregunté extrañado.
- Tiene más de ochenta años. En cualquier tienda de antigüedades nos darán una fortuna...
Mientras introducía los lienzos en el maletero, Ana colocaba las cajas en el asiento trasero.
- ¿Vamos?
Ana asintió y puse el coche en marcha. A través del retrovisor pude ver a la muñeca de porcelana sentada en el centro con su vestido blanco de mil filigranas. De pronto me pareció que me guiñaba un ojo y sonreía.
- Ana, la muñeca... - Empecé a decir.
Al girar la cabeza hacia mi prima, el espanto tomó mi cuerpo. Ana me miraba sonriente, con sus pupilas dilatadas y su tez blanquecina, casi porcelánica. Su carcajada maliciosa me hizo estremecer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario